Los Israelitas atravesaron el Jordán y se establecieron en la tierra prometida en su último campamento (Campamento No. 42) al final del éxodo, lo cual nos indica simbólicamente la libertad y conquista a la que esta llamada la iglesia al salir de la religión a una vida de libertad, en una relación directa, vital y real con Cristo Jesús; Cristo es símbolo de la tierra prometida y la herencia de los hijos de Dios.

La santidad es la obra del Espíritu Santo en nosotros, separándonos del amor del mundo. La santidad es un cambio de naturaleza desde dentro como resultado de la obra de Dios en nosotros. No es lo que hacemos externamente, sino quienes somos por dentro, lo que importa a Dios.


8 de septiembre de 2012

SOBRE EL SERMON DE NUESTRO SEÑOR EN LA MONTAÑA (V)


John Wesley
 
No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas: no he venido para abrogar, sino a cumplir. Porque de cierto os digo, que hasta que perezca el cielo y la tierra, ni una jota ni un tilde perecerá de la ley, hasta que todas las co­sas sean hechas. De manera que cualquiera que infringiere uno de estos mandamientos muy pequeños, y así enseñare a los hombres, muy pequeño será llamado en el reino de los cielos: mas cualquiera que hiciere y enseñare, éste será llamado gran­de en el reino de los cielos. Porque os digo, que si vuestra jus­ticia no fuere mayor que la de los escribas y de los Fariseos no entraréis en el reino de los cielos (Mateo 5: 17-20).

1.     Entre la multitud de reproches que se infirieron a Aquel que fue “despreciado y desechado entre los hombres,” no pudo faltar el de que era un maestro de novedades, el in­troductor de una nueva religión. Esto pudo afirmarse con tan­ta más apariencia de verdad, cuanto que muchas de las ex­presiones que usara no eran comunes entre los judíos, puesto que o no las usaban nunca, o si las usaban, no era con tanta fuerza o plenitud de sentido. Añádase a esto el hecho de que el adorar a Dios “en espíritu y en verdad,” debe parecer siem­pre una nueva religión a los que no conocen otra adoración sino la exterior, sólo “la apariencia de piedad.”

2.     Nada improbable es que algunos hayan tenido espe­ranzas de que así fuese—de que estaba aboliendo la religión antigua para introducir otra nueva, una que se alegrarían de que fuese una vía más fácil para entrar al cielo. Pero nues­tro Señor refuta con estas palabras tanto las esperanzas va­nas de los unos, como las calumnias infundadas de los otros.

Las consideraré en el orden en que se encuentran, to­mando un versículo por tema de cada una de las divisiones de mi discurso.

I.     1. “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas: no he venido para abrogar, sino a cumplir.”

Nuestro Señor, a la verdad, vino a destruir, a disolver y a abolir para siempre el ritual o la ley de las ceremonias, que contenía todos los preceptos y ordenanzas relativos a los an­tiguos sacrificios o al servicio del templo. Todos los apóstoles dan testimonio de esto; no sólo Bernabé y Pablo—quienes re­sistieron decididamente a los que enseñaban a los cristianos “que es menester que guarden la ley de Moisés” (Hechos 15:5); no sólo Pedro, quien calificó la insistencia tesonera en la observancia de la ley ritual, como “tentar a Dios,” y po­ner yugo sobre la cerviz de los discípulos, que “ni nuestros padres ni nosotros,” dijo, “hemos podido llevar”—sino que todos los apóstoles, ancianos y hermanos, estando reunidos de común acuerdo declararon que el mandarles guardar esta ley era tanto como trastornar sus almas, que había parecido bien al Espíritu Santo y a ellos no imponerles semejante carga. Nuestro Señor quitó esta cédula de los ritos; la quitó de en medio y la enclavó en la cruz.

2.    Pero el Señor no quitó la ley moral contenida en los diez mandamientos en la cual insistieron los profetas, pues­to que el objeto de su venida no fue el de revocar ninguna de sus partes. Esta es una ley que no se puede abrogar nun­ca, que está firme como el testigo fiel en el cielo. La ley mo­ral descansa sobre una base muy diferente del cimiento de la ley ritual que se designó temporalmente como rémora para un pueblo desobediente y de cerviz dura, mientras que la pri­mera existe desde el principio del mundo, estando escrita “no en tablas de piedra,” sino en los corazones de todos los hijos de los hombres desde que salieron de las manos del Creador.

Si bien las letras que Dios escribió con su dedo están en gran parte desfiguradas por el pecado, sin embargo, no se podrán borrar por completo, mientras que tengamos alguna conciencia del bien y del mal. Todas y cada una de las partes de esta ley deben permanecer vigentes en todas las épocas del género humano, puesto que no dependen del tiempo o del lugar, o de cualquiera circunstancia que pueda cambiar, sino de la natu­raleza divina y humana, y de las relaciones que existen entre Dios y los hombres.

3.   “No he venido para abrogar, sino a cumplir.” Algu­nos han creído que nuestro Señor quiso decir: He venido a cumplir esto, por medio de mi completa y perfecta obediencia. Y no cabe duda de que, en este sentido, cumplió con la ley en todas y cada una de sus partes. Pero esto no es a lo que aquí se refiere, pues sería un asunto extraño al presente discurso.

Indudablemente que lo que en este lugar quiso decir, en conformidad con todo lo que va antes y sigue después, es esto: He venido a establecer la ley en toda su plenitud y a pesar de todas las interpretaciones de los hombres; he venido a sacar a la plena y clara luz todo lo que haya en ella de incierto y oscuro; he venido a declarar cuál sea el significado com­pleto y verdadero de todas sus partes; a mostrar su longitud y latitud, toda la extensión de cada uno de los mandamientos en ella contenidos, y la altura y la profundidad de la incon­cebible pureza y espiritualidad de esa ley en todas sus partes.

4.    Nuestro Señor ha hecho esto abundantemente en las partes que preceden del discurso que estamos considerando y en las que se siguen, en las que no introduce en el mundo ninguna religión nueva, sino la misma que ha existido desde el principio—una religión cuya sustancia es, indudablemen­te tan antigua como la misma creación siendo coetánea con el hombre y habiendo procedido de Dios al mismo tiempo que “el hombre fue hecho ánima viviente” (y digo sustancia por­que algunos de sus detalles se refieren ahora al hombre como a una criatura caída); una religión de la cual han testificado en todas las generaciones siguientes, tanto la ley como los pro­fetas. Y sin embargo, nunca se explicó tan claramente ni se entendió tan por completo, hasta que a su gran Autor en per­sona plugo dar al género humano esta aplicación auténtica de todas sus partes esenciales, declarando al mismo tiempo que nunca cambiaría, sino que permanecería vigente hasta el fin del mundo.

II.    1. “Porque de cierto os digo”—introducción solem­ne que denota tanto la importancia como la certeza de lo que se dice—”que hasta que perezca el cielo y la tierra, ni una jo­ta, ni un tilde perecerá de la ley, hasta que todas las cosas sean hechas.”

“Una jota.”—Literalmente una i, la vocal más insigni­ficante. “Un tilde”—un ángulo o punto de una consonante. Es una expresión proverbial que significa que ningún man­damiento contenido en la ley moral, ni la mínima parte en cualquiera de ellos, por muy insignificante que al parecer fuere, debe anularse jamás.

“Perecerá de la ley.” La doble negativa en el griego ori­ginal fortifica el sentido de tal manera que no deja el menor lugar a la contradicción, y como se observará, la palabra “pe­recerá” no es solamente futuro, declarando que no perecerá, sino que tiene a la vez la fuerza del imperativo, mandando lo que debe ser. Es una palabra llena de autoridad que ex­presa el poder y la voluntad soberana de aquel que habla;—de aquel cuya palabra es la ley del cielo y de la tierra, y que permanece por los siglos de los siglos.

“Hasta que perezca el cielo y la tierra, ni una jota ni un tilde perecerá de la ley;” o como dice la cláusula que sigue: hasta que todas las cosas sean hechas—hasta la consumación de todas las cosas. Por consiguiente, no cabe aquí esa pobre evasiva (con la que algunos se han deleitado grandemente), de que “ninguna parte de la ley había de perecer, hasta que toda la ley se cumpliese. Mas se ha cumplido por Cristo, y por lo tanto, ahora debe pasar para que se establezca el Evangelio.” De ninguna manera: las palabras todas las cosas, no se re­fieren a la ley, sirio a las cosas del universo, como tampoco se refiere la expresión “sean hechas” a la ley, sino a todas las co­sas en el cielo y en la tierra.

2.    De todo esto podemos aprender que no existe nin­guna contradicción entre la ley y el Evangelio; que no es necesario que perezca la ley para que se establezca el Evan­gelio. A la verdad, ni la primera suple al segundo, ni viceversa, sino que están unidos en perfecta armonía. Más aún, las mis­mas palabras consideradas bajo distintos aspectos, son parte tanto de la ley como del Evangelio—si se les considera como mandamiento, son parte de la ley; mas si como promesas, del Evangelio. Así, por ejemplo, “Amarás al Señor tu Dios, de todo tu corazón,” considerado como un mandamiento, forma parte de la ley; considerado como una promesa, es una parte esencial del Evangelio, no siendo éste sino los mandamien­tos de la ley propuestos como promesas. En su consecuencia, la pobreza de espíritu, la pureza del corazón, y todo lo demás que la ley santa de Dios manda, vistas bajo la luz del Evan­gelio, no son sino otras tantas grandes y preciosas promesas.

3.   Por consiguiente, existe entre la ley y el Evangelio la relación más íntima que pueda concebirse. Por una parte la ley prepara el camino constantemente, por decirlo así, y nos dirige hacia el Evangelio; por otra, el Evangelio nos guía continuamente al cumplimiento más exacto de la ley. Por ejemplo, la ley nos manda amar a Dios y a nuestros próji­mos; que seamos mansos, humildes y santos. Sentimos nues­tra insuficiencia para hacer estas cosas; más aún, que para con los hombres esto es imposible. Pero escuchamos la pro­mesa de Dios de darnos ese amor, de hacernos humildes, man­sos y puros. Entonces nos acogemos a su evangelio—las buenas nuevas—se nos concede según nuestra fe, y la justicia de la ley se cumple en nosotros por medio de la fe que es en Cris­to Jesús.

Podemos observar, además, que todos los mandamientos en la Sagrada Escritura son otras tantas promesas. Porque con esta declaración: “Este es el pacto que haré después de aquellos días, dice Jehová: Daré mi ley en sus entrañas y escribiréla en sus corazones,” Dios se comprometió a dar to­do lo que ordena. ¿No manda que oremos sin cesar, que es­temos siempre gozosos, que seamos santos como El también es santo? Basta. El obrará en nosotros todo esto. Nos acon­tecerá según su palabra.

4.    Pero si esto es así, no hay que vacilar en lo que debe­mos pensar de aquellos que, en todas las épocas de la iglesia, se han propuesto cambiar o suplementar algunos de los man­damientos de Dios bajo la pretensión de que eran guiados por la dirección especial del Espíritu Santo. Cristo nos ha dado en este pasaje una regla infalible para juzgar todas es­tas pretensiones. Si escuchamos a Dios, veremos que su desig­nio ha sido la última de todas sus dispensaciones, el cristianismo, el cual incluye toda la ley moral de Dios, tanto por medio de preceptos como de promesas. Después de esta dispensación ya no habrá otra. Esta debe durar hasta la consumación de todas las cosas. En consecuencia, todas estas nuevas revela­ciones proceden de Satanás y no de Dios, y naturalmente, todas las pretensiones respecto de una dispensación más perfecta caen por tierra. “El cielo y la tierra pasarán,” mas estas pa­labras “no pasarán.”

III.   1. “De manera que cualquiera que infringiere uno de estos mandamientos muy pequeños, y así enseñare a los hombres, muy pequeño será llamado en el reino de los cie­los: mas cualquiera que hiciere y enseñare, éste será llama­do grande en el reino de los cielos.”

¿Quiénes son aquellos que hacen de la predicación de la ley un motivo de reproche? ¿No ven sobre quién debe caer ese reproche y sobre qué cabeza ha de caer por último? Quien­quiera que con este motivo nos desprecie, desprecia al que nos envió. Porque ¿quién ha predicado la ley como El la pre­dicó, aun cuando no vino a condenar al mundo, sino a sal­varlo; cuando vino expresamente a “sacar a la luz la vida y la inmortalidad por el Evangelio”? ¿Quién podrá predicar la ley más terminante y rigurosamente de lo que Cristo lo hizo en estas palabras? ¿Y quién podrá corregirlas? ¿Quién podrá enseñar al Hijo de Dios a predicar? ¿Quién podrá en­señarle un modo mejor de anunciar el mensaje que ha reci­bido del Padre?

2.    “Cualquiera que infringiere uno de estos mandamien­tos muy pequeños,” o uno de los menores de estos manda­mientos. “Estos mandamientos,” haremos observar, es una ex­presión que nuestro Señor usa como equivalente de la ley, o la ley y los profetas—que es lo mismo, puesto que nada aña­dieron los profetas a la ley, sino que sólo la declararon, ex­plicaron o aplicaron según los movió el Espíritu Santo.

“Cualquiera que infringiere uno de estos mandamientos,”—especialmente si se hace voluntaria y presuntuosamente— sólo uno—”porque cualquiera que hubiere guardado toda la ley y,” de esta manera, “ofendiere en un punto, es hecho culpa­do de todos”—tiene la ira de Dios sobre sí tan de seguro como si los hubiese quebrantado todos. De manera que no se hace excepción de alguna mala inclinación preferida; no se reserva lugar para ningún ídolo. Aunque se eviten todos los demás pe­cados, no hay disculpa para consentir uno solo por querido que sea. Lo que Dios requiere es completa obediencia—que cuidemos de obedecer todos sus mandamientos—de otra ma­nera perdemos no sólo los esfuerzos que hacemos por guar­dar algunos de ellos, sino también nuestras almas, y eso para siempre.

“Muy pequeños”—o uno de los más pequeños de estos mandamientos. Aquí se echa por tierra otra disculpa por me­dio de la cual muchos que no pueden engañar a Dios, engañan sus almas miserablemente. “Este pecado”—dice el peca­dor—”es pequeño: el Señor me lo perdonará. Ciertamente que no será escrupuloso en esto, puesto que no ofendo en otras partes más importantes de la ley.” ¡Vana esperanza! Hablando en el lenguaje de los hombres, podemos llamar grandes unos mandamientos y pequeños otros. Pero en realidad de verdad no existe semejante diferencia. Hablando rigurosamente, no hay pecados pequeños. Todo pecado es una trasgresión de la ley perfecta y santa, y una afrenta a la gran Majestad del cielo.

3.   “Y así enseñare a los hombres.” En cierto sentido, puede decirse que cualquiera que infringe abiertamente los mandamientos, enseña a otros a hacer lo mismo. Porque el ejemplo muchas veces habla más elocuentemente que los pre­ceptos. Así es muy claro que los borrachos consuetudinarios enseñan la borrachera; los que quebrantan el domingo cons­tantemente enseñan a sus prójimos a profanar el día del Se­ñor. Pero esto no es todo; los que por hábito infringen la ley, rara vez se contentan con esto, por lo general enseñan a otros hombres de palabra y por ejemplo a hacer lo mismo—especial­mente cuando endurecen su cerviz y odian la reprensión.

Semejantes pecadores comienzan por ser abogados del pecado; defienden aquello que han decidido no abandonar. Disculpan el pecado que no quieren dejar y de esta manera enseñan di­rectamente todos los pecados que cometen.

“Muy pequeño será llamado en el reino de los cielos”—es decir, no tendrá parte en él. Es un extraño al reino de los cielos que está en la tierra; no tiene parte en la herencia; no partici­pa de “justicia, paz y gozo por el Espíritu Santo,” y por consi­guiente, no podrá ser partícipe de la gloria que será revelada.

4.    Pero si el que de esta manera infringe y enseña a otros a quebrantar “uno de estos mandamientos muy pequeños…muy pequeño será llamado en el reino de los cielos”—y no tendrá parte en el reino de Cristo y de Dios; si aun éste será echado en las “tinieblas de afuera donde será el llanto y el crujir de dientes,” entonces ¿dónde estarán aquellos a quie­nes nuestro Señor dirige primera y principalmente estas pa­labras, aquellos que teniendo el carácter de maestros enviados de Dios, sin embargo, quebrantan sus mandamientos, más aún, enseñan a otros abiertamente a hacer lo mismo estando tan corrompidos en sus vidas como en sus doctrinas?

5.    Hay varias clases de estos individuos. Los de la pri­mera clase son aquellos que voluntariamente viven en algún pecado habitual. Si un pecador cualquiera nos enseña con su ejemplo, ¿cuanto más no enseñará un ministro pecador, aun­que no pretenda defender, disculpar ni atenuar su pecado? Si así lo hace, es a la verdad un asesino: el asesino general de su congregación. Está poblando las regiones de la muerte. Es el instrumento escogido del príncipe de las tinieblas. Cuan­do se muera, “el infierno abajo saldrá a recibirle.” No podrá sumergirse en los profundos abismos sin arrastrar consigo una multitud.

6.    Otra clase hay: la de los hombres bonachones, que llevan una vida fácil, no haciendo daño a nadie, quienes no se molestan con el pecado exterior ni con la justicia interior; hombres que no se hacen notables ni de un modo ni de otro, ni en favor ni en contra de la religión; cuya vida es muy re­gular tanto en público como en privado, pero que no preten­den ser más estrictos que sus prójimos. Un ministro de esta clase infringe no sólo uno o unos cuantos de los mandamientos muy pequeños de Dios, sino también todas las virtudes ma­yores y de más peso de la ley, que se refieren al poder de la piedad, y todas las que requieren que conversemos en temor todo el tiempo de nuestra peregrinación; que nos ocupemos de nuestra salvación con temor y temblor; que tengamos siempre nuestros lomos ceñidos, nuestras luces ardiendo; que porfiemos o agonicemos “a entrar por la puerta angosta.” Y así enseña a los hombres con todo el ejemplo de su vida; con el tenor general de su predicación—la que por lo general tiende a lisonjear en su sueño agradable a los que se imaginan que son cristianos y no lo son; a persuadir a todos los que están bajo su ministerio a seguir descansando y durmiendo. Nada extraño será, por consiguiente, que tanto él como los que le siguen despierten juntos en las llamas eternas.

7.    Pero sobre todos éstos, en la vanguardia de los ene­migos del Evangelio de Cristo se encuentran los que abier­ta y explícitamente “juzgan la ley” misma y hablan mal de ella; que enseñan a los hombres a infringir (a disolver, a sol­tar, a desatar la obligación de) no sólo un mandamiento, ya sea el más pequeño o el mayor, sino todos de un mismo gol­pe; quienes enseñan, sin pretender ocultarlo, en estas pala­bras: “¿Qué cosa hizo nuestro Señor con la ley? Abolirla. No hay más deber que el de creer. Todos los mandamientos son contrarios al espíritu de nuestros tiempos. Nadie está obligado a dar un solo paso más allá de lo que la ley requiere, o a dar un ochavo, comer o dejar de comer un solo bocado.” Esto, a la verdad, es demasiado. Es oponerse al Señor cara a cara y decir que no supo dar el mensaje con que se le envió. ¡Oh, Señor, no les imputes este pecado! ¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!

8.    De todas las circunstancias peculiares de este tre­mendo engaño, la más sorprendente es que aquellos que más engañados están, creen verdaderamente que honran a Cristo al destruir su ley, y que, al anular su doctrina, honran su mi­nisterio. En realidad de verdad, le honran como Judas le honró y le dijo: “¡Maestro, Maestro!” y le besó. En justicia puede decir a cada uno de ellos: “¿Con beso entregas al Hijo del Hombre?” El hablar de su sangre y quitarle su corona; hacer a un lado cualquiera parte de su ley con el pretexto de hacer que progrese su Evangelio, no es otra cosa sino entregarle con un beso. Y en efecto, ninguno que predique la fe de tal manera que, ya sea directa o indirectamente, tienda a hacer a un lado cualquiera parte de la obediencia; que predique a Cristo de tal modo que anule, o debilite en cualquier grado el menor de los mandamientos de Dios, podrá escaparse de es­ta acusación.

9.    Ciertamente que es imposible tener una opinión de­masiado exaltada acerca de “la fe de los escogidos de Dios,” y debemos todos declarar: “Por gracia sois salvos por la fe; no por obras, para que ninguno se gloríe.”

Pero, al mismo tiem­po, es de nuestro deber procurar que todos los hombres se­pan que no apreciamos ninguna fe, sino aquella que obra por el amor, y que no somos salvos por la fe excepto hasta donde nos libra del poder y de la culpa del pecado. Y cuando de­cimos: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo,” no que­remos dar a entender: “Cree y pasarás del pecado al cielo sin la santidad que existe entre uno y otro estados, supliendo la fe el lugar de la santidad,” sino: “Cree y serás santo; cree en el Señor Jesús y tendrás paz y poder juntamente; tendrás poder que vendrá de Aquel en quien has creído, de hollar el pecado debajo de tus plantas; poder de amar al Señor tu Dios de todo tu corazón, y de servirle con todas tus fuerzas. Ten­drás poder perseverando en bien hacer de ‘buscar gloria y honra e inmortalidad.’ No sólo obedecerás, sino que también enseñarás los mandamientos de Dios desde el más pequeño hasta el mayor; los enseñarás con tu vida lo mismo que con tus palabras, y luego serás llamado ‘grande en el reino de los cielos.’

IV.  1. Cualquiera otra vía al reino de los cielos, a la gloria, la honra y la inmortalidad, bien que la llamemos “el camino de la fe,” o con cualquiera otro nombre, es, en rea­lidad de verdad, el camino de la destrucción. No traerá paz al hombre al final porque así dice el Señor: “Os digo que si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y de los Fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.”

Los escribas, con tanta frecuencia mencionados en el Nuevo Testamento como los oponentes más porfiados y ve­hementes de nuestro Señor, no eran secretarios o personas que se ocupaban de escribientes, como la palabra parece in­dicar. Tampoco eran licenciados, en la acepción común de ese término, sí bien la palabra se traduce en nuestra versión como doctores de la ley. Su ocupación no se asemejaba en lo absoluto a la de los licenciados de nuestros días; estaban fa­miliarizados con las leyes de Dios y no con las leyes huma­nas. Aquéllas eran objeto de su estudio; su ocupación propia y especial era leer e interpretar la ley y los profetas, particu­larmente en las sinagogas. Eran los predicadores regulares y fijos entre los judíos, de manera que si tratásemos de verter el sentido de la palabra en el original diríamos “los teólogos;” porque su profesión era el estudio de la teología, y eran ge­neralmente—como su nombre lo indica—letrados—los hom­bres de más saber que había en la nación judaica.

2.    Los fariseos formaban un grupo de hombres—una secta—muy antigua, así llamada originalmente de la palabra hebrea que significa separar o dividir—lo que no quiere decir que se hayan separado o dividido de la iglesia nacional, sino que se distinguían de los demás por su mayor severidad de vida, por su gran exactitud en la conversación; porque eran muy celosos de la ley aun en sus puntos más menudos. Pa­gaban diezmos en menta, anís y comino, y por consiguien­te, el pueblo generalmente los honraba y estimaba como los hombres más santos.

Muchos de los escribas pertenecían a la secta de los fari­seos, y el mismo Pablo, quien se educó para escriba prime­ro en la Universidad de Tarso y después en la de Jerusalén a los pies de Gamaliel—uno de los escribas o doctores de la ley más sabios que había entonces en la nación—se declara ante el concilio, diciendo: “Yo soy Fariseo, hijo de Fariseo” (Hechos 23: 6); y en presencia del rey Agripa: “Conforme a la más perfecta secta de nuestra religión he vivido Fariseo” (26: 5). El cuerpo todo de los escribas generalmente opinaba y obraba de acuerdo con los fariseos. De aquí que nuestro Salvador con tanta frecuencia hable de ellos al mismo tiem­po, como si en muchos respectos se les considerase bajo el mis­mo punto de vista. En este pasaje parece que se les menciona juntamente con los profesores más eminentes de la religión— los primeros de los cuales eran considerados como los más sabios y los últimos como los más santos.

3.    Nada difícil es determinar lo que en realidad era “la justicia de los escribas y de los fariseos.” Nuestro Señor ha preservado la descripción auténtica que uno de ellos die­ra de sí mismo. Habla con claridad y muy por completo de su propia justicia, y no es de suponerse que haya omitido ninguna parte. Efectivamente, subió “al templo a orar;” pero tan absorto estaba pensando en sus propias virtudes, que se olvidó del propósito con que había ido—porque es de notarse que, propiamente hablando, no ora en lo absoluto, sólo le dice a Dios cuán bueno y sabio es. “Dios, te doy gracias que no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano. Ayuno dos veces a la semana; doy diezmos de todo lo que poseo.” Por consiguiente, consis­tía su justicia de tres partes: Primera, “no soy como los otros hombres;” no soy ladrón, injusto ni adúltero; “ni aun como este publicano.” Segunda, “ayuno dos veces a la semana.” Ter­cera, “doy diezmos de todo lo que poseo.” “No soy como los otros hombres.” Este no es un punto insignificante. Raro es aquel que puede decirlo. Es como si hubiera dicho: “no me dejo llevar de la gran corriente, la costumbre. Vivo no según las costumbres, sino según la razón; no según el ejemplo de los hombres, sino conforme a la Pa­labra de Dios.

No soy ladrón, injusto ni adúltero; por comu­nes que sean estos pecados, aun entre aquellos que se llaman el pueblo de Dios (la extorsión especialmente, cierta clase de injusticia legal que las leyes humanas no castigan, el apro­vecharse de la ignorancia o necesidad de los demás, extorsión que se ha extendido por todo el país); ‘ni aun como este pu­blicano;’ no soy culpable de ningún pecado declarado, sino un hombre justo, honrado, de vida y costumbres sin mancha.”

4.    “Ayuno dos veces a la semana.” Esto significa más de lo que a primera vista entendemos. Todos los fariseos más estrictos observaban los ayunos semanales, a saber, lunes y jueves. El primer día ayunaban en memoria de Moisés que, según enseñaba la tradición, recibió en ese día las dos tablas de piedra en que el dedo de Dios escribió. El segundo en con­memoración de que las arrojó de sus manos, cuando vio al pueblo bailando alrededor del becerro de oro. En esos días no probaban ningún alimento, sino hasta las tres de la tarde, hora en que se empezaba a ofrecer el sacrificio vespertino en el templo, donde tenían la costumbre de permanecer hasta esa hora en algún rincón, pieza o patio, a fin de poder asistir a todos los sacrificios y tomar parte en todas las oraciones pú­blicas. Acostumbraban emplear los intervalos de tiempo en oraciones directas a Dios, en escudriñar las Escrituras, leer la ley y los profetas, y meditar sobre dicha lectura. De ma­nera que tiene mucho significado la frase: “Ayuno dos veces a la semana,” segunda parte de la justicia del fariseo.

5.    “Doy diezmos de todo lo que poseo.” Los fariseos cum­plían esto con la mayor exactitud. No exceptuaban la cosa más insignificante, ni la menta, el anís o el comino. No retenían absolutamente nada de lo que creían que pertenecía a Dios, sino que daban cada año los diezmos completos de toda su sustancia y de todas sus ganancias, cualesquiera que éstas fueran.

A pesar de esto, como han hecho observar a menudo los que están familiarizados con los escritos antiguos de los ju­díos, los fariseos más estrictos, no satisfechos con dar a Dios y a sus sacerdotes y levitas el décimo de todo lo que poseían, daban otro décimo a Dios para los pobres, y esto continua­mente. Daban limosna en proporción de lo que daban en diez­mos, y lo hacían con la mayor exactitud y arreglo a fin de no retener ninguna parte, sino dar a Dios por completo las cosas que, según ellos creían, pertenecían a Dios. De manera que en resumen, daban todos los años la quinta parte completa de todo lo que poseían.

6.    Esta era “la justicia de los escribas y de los fariseos,” justicia que, bajo muchos conceptos, iba mucho más allá de lo que muchos han acostumbrado figurarse. Pero tal vez dirá alguno: “Era falsa y fingida, porque no eran sino un atajo de hipócritas.” Algunos de ellos indudablemente lo eran. Hom­bres que en realidad de verdad no tenían religión, ni temían a Dios, ni deseaban agradarle; que estimaban en poco la honra que viene de Dios y sólo buscaban la alabanza de los hombres. Estos son aquellos a quienes el Señor condena tan severamen­te y reprocha con tanto rigor en muchas ocasiones. Sin em­bargo, el hecho de que muchos de los fariseos eran hipócritas, no prueba que todos lo fueran; ni es la hipocresía, en verdad, esencial al carácter del fariseo. No es ese el distintivo carac­terístico de su secta, sino más bien éste, según el relato de nues­tro Señor: que “confiaban de sí como justos, y menosprecia­ban a los otros.” Esta es su verdadera marca. Pero el fariseo de esta clase no puede ser un hipócrita, debe ser sincero en el sentido ordinario de la palabra, de otra manera no podría “con­fiar de sí como justo.” El hombre que en este pasaje se reco­mendaba a Dios, indudablemente se creía justo, por consiguien­te, no era un hipócrita; no tenía conciencia de falta de sin­ceridad; habló ante Dios, según lo que pensaba, es decir, que era mucho mejor que los demás hombres.

El ejemplo de Pablo—si no hubiera otro—es suficiente para destruir toda duda. Podía decir: “Por esto procuro yo tener siempre conciencia sin remordimiento acerca de Dios y acerca de los hombres” (Hechos 24:16), no sólo después de su conversión, sino también desde que era fariseo: “Varo­nes hermanos, yo con toda buena conciencia, he conversado delante de Dios hasta el día de hoy” (23: 1). Era, por consiguiente, tan sincero como fariseo como cuando se hizo cris­tiano. No era hipócrita cuando perseguía a la Iglesia, como no lo fue cuando predicó la fe a los que una vez había perse­guido. Añádase, pues, esto a la “justicia de los escribas y de los fariseos,” la creencia sincera de que eran justos y de que en todas las cosas servían a Dios.

7.    Y sin embargo, nuestro Señor dice: “Si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y de los fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.” Declaración solemne y de peso, y que deben considerar seria y profundamente todos los que llevan el nombre de Cristo. Antes de investigar si nues­tra justicia excede a la de los fariseos, veamos si al presente llegamos a su altura.

Primero. Un fariseo no era “como los otros hombres.” En las cosas exteriores era especialmente bueno. ¿Lo somos no­sotros? ¿Nos atrevemos a ser distintos, peculiares? ¿Acaso no preferimos ir con la corriente? ¿No abandonamos muchas veces la religión y la razón juntamente, porque no quere­mos aparecer singulares? ¿No tememos más separarnos de las costumbres del mundo, que del camino de la salvación? ¿Tenemos valor para resistir la corriente, para ir en contra del mundo; para “obedecer a Dios antes que a los hombres”? De otra manera, el fariseo nos deja muy atrás desde los primeros pasos. Sería bueno que nos esforzáramos por alcanzarlo.

Pero examinémonos más de cerca. ¿Podemos usar su primer argumento para con Dios, que en sustancia es: “No hago ningún mal; no vivo en pecado exterior; no hago nada que mi corazón condene”? ¿No hacéis nada digno de con­denación? ¿Estáis seguros de eso? ¿No tenéis ciertos hábitos que vuestro corazón condena? Si es que no sois adúlteros, sino faltos de castidad, ¿no sois injustos? La gran norma de la justicia, lo mismo que de la misericordia es esta: “Como queréis que os hagan los hombres, así hacedles también voso­tros.” ¿Camináis según esta regla? ¿No hacéis nunca a nin­guna persona lo que no querríais que os hiciesen a vosotros? Más aún, ¿no sois injustos? ¿No sois ladrones? ¿No os apro­vecháis de la necesidad, o ignorancia de ninguna persona cuan­do compráis o vendéis? Supongamos que sois comerciantes: ¿no pedís ni recibís más del valor verdadero de lo que ven­déis? ¿No pedís ni recibís más de los ignorantes que de los que saben, de un niño, que de un marchante de experiencia? Y si así lo hacéis, ¿por qué no os condena vuestro corazón? ¡Sois unos opresores descarados! ¿No exigís de aquellas personas que necesitan con urgencia y sin demora algunos efectos que sólo vosotros podéis vender, un precio más subido que el usual? Si así lo hacéis, sabed que esto no es otra cosa sino una completa extorsión. A la verdad, no os acercáis a la justicia de los fariseos.

8.    En segundo lugar, los fariseos, según nuestro lengua­je común, usaban todos los medios de gracia. Así como ayu­naban seguido y mucho, dos veces a la semana, también asis­tían a todos los sacrificios. Eran constantes en la oración pú­blica y privada; en leer y escuchar la lectura de la Sagrada Escritura. ¿Hacéis todo esto? ¿Ayunáis mucho y seguido, dos veces a la semana? Mucho me temo que no sea así. ¿Ayu­náis siquiera una vez a la semana, todos los viernes del año? (Así lo manda clara y terminantemente nuestra iglesia[1] a to­dos sus miembros; que observen todos esos días, lo mismo que las vigilias y los días de cuaresma, como días de ayuno y abstinencia). ¿Ayunáis dos veces al año? Mucho temo que al­gunos de entre vosotros no podáis alegar ni siquiera esto. ¿No dejáis pasar ninguna oportunidad de asistir al sacrificio cris­tiano y participar de él?

¡Cuántos hay que se llaman cristianos y se olvidan de es­to por completo; que dejan pasar meses y años sin comer de ese pan ni beber de esa copa! ¿Leéis o escucháis la lectura de la Sagrada Escritura todos los días, y meditáis en ella? ¿Os unís en oración con la gran congregación diariamente, si tenéis la oportunidad? ¿Y si no, siempre que podéis, especialmen­te en ese día del cual os acordáis para santificarlo? ¿Hacéis esfuerzos por crear las oportunidades? ¿os alegráis cuando os dicen: “a la casa de Jehová iremos”? ¿Sois celosos y diligen­tes en la oración privada? ¿No permitís que pase un solo día sin hacer oración? ¿No estáis más bien, algunos de vosotros, tan lejos de pasar varias horas al día en oración, como el fa­riseo, que os figuráis que una hora es suficiente, si no dema­siado? ¿Pasáis una hora al día, o a la semana, o siquiera al mes, orando a vuestro Padre que está en secreto? ¿Habéis pa­sado orando en lo privado una sola hora desde que nacisteis? ¡Pobre cristiano! ¿No se levantará el fariseo en juicio en con­tra de ti, y te condenará? ¡Su justicia está tan más allá de la tuya, como los cielos están de la tierra!

9.    El fariseo, en tercer lugar, pagaba diezmos y daba li­mosnas de todo lo que poseía, y ¡cuán abundantemente! De manera que era, como decimos en nuestros días, “un hombre que hacía mucho bien.” ¿Somos tan buenos como él en esto? ¿Quién de nosotros hace tantas obras buenas como él hacía? ¿Quién de nosotros le da a Dios la quinta parte, tanto de lo que tiene como de lo que gana? ¿Quién de nosotros da—su­pongamos—de cien libras esterlinas anuales, veinte para Dios y los pobres, de cincuenta, diez; y así en mayor o menor pro­porción? ¿Cuándo será nuestra justicia igual a la de los fariseos en usar todos los medios de gracia; en cumplir con todas las ordenanzas de Dios; en evitar el mal y hacer el bien?

10.   Y aún si fuera igual a la suya, ¿de qué nos valdría? “Porque os digo que si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y los Fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.” Pero ¿cómo podrá ser mayor que la de ellos? ¿En qué supera la justicia del cristiano a la de los escribas y los fa­riseos? La justicia cristiana supera a la de los escribas y fa­riseos, primeramente, en su grado. La mayor parte de los fa­riseos, si bien rigurosamente exactos en muchas cosas, se atre­vían, animados por las tradiciones de los ancianos, a ignorar otras igualmente importantes. Así, por ejemplo, eran muy ce­losos en guardar el cuarto mandamiento, al extremo de que no desgranaban una espiga, pero apenas se acordaban del ter­cero, disimulando los juramentos innecesarios y aun los falsos.

De manera que su justicia era parcial, mientras que la justi­cia del verdadero cristiano es completa. No guarda sólo una parte de la ley de Dios y se olvida de lo demás, sino que guarda todos sus mandamientos, los ama y los estima más que el oro y las piedras preciosas.

11.   Puede muy bien haber sucedido que algunos de los escribas y fariseos hayan tratado de guardar todos los man­damientos, y que hayan estado limpios respecto de la justi­cia de la ley, es decir, de la letra de esa justicia. Sin embar­go, la justicia del cristiano supera a la justicia de los escri­bas y los fariseos, puesto que cumple con el espíritu—lo mis­mo que con la letra—de la ley; con la obediencia, tanto inte­rior como exterior. En este punto, pues, en su espiritualidad, no cabe comparación. Esto es lo que el Señor ha probado tan evidentemente en todo el tenor de su discurso. Su justicia era solamente exterior; la justicia cristiana es el hombre interior. Los fariseos limpiaban lo que estaba fuera del vaso y del pla­to, los cristianos están limpios interiormente. Aquéllos sacu­dían las hojas, tal vez el fruto, del pecado; éstos ponen el ha­cha a la raíz, puesto que no se contentan con la forma exterior de piedad, por muy exacta que ésta sea, a no ser que la vida, el Espíritu, el poder de Dios para la salvación se dejen sentir en lo más íntimo del alma.

Así que no hacer el mal, sino practicar el bien, obedecer todas las ordenanzas de Dios (la justicia del fariseo), son cosas todas externas; mientras que, por el contrario, la pobreza en espíritu, el llorar, la mansedumbre, el hambre y sed de jus­ticia, el amor del prójimo y la pureza de corazón (la jus­ticia del cristiano), son todas cosas interiores. Aún las virtudes de hacer la paz (o hacer el bien), de sufrir por causa de la justicia, sólo tienen derecho a las bendiciones que se les siguen cuando son las expresiones de esas disposiciones interiores, las que son su origen y las que deben ejercitar y confirmar. De modo que, a la par que la justicia de los escribas y fariseos era sólo exterior, se puede, en cierto sentido, decir que la justicia del cristiano es sólo interior, siendo todas sus acciones y sen­timientos como nada por sí mismas, y siendo estimadas ante Dios sólo conforme a los motivos que las impulsan.

12.  Quienquiera, pues, que seas, tú que llevas el vene­rable y santo nombre de cristiano, mira, en primer lugar, que tu justicia no sea menor que la justicia de los escribas y los fariseos. No seas “como los otros hombres.” Ten valor para apartarte solo; para desdeñar el ejemplo y ser bueno tú solo. Si sigues la multitud, será para hacer lo malo. No te dejes guiar por la costumbre o la moda, sino sigue la religión y la razón. Nada tienes que ver con la práctica de los demás. Ca­da hombre habrá de dar cuenta de sí mismo a Dios. A la ver­dad, si puedes salvar el alma de otro, hazlo, pero si no, sal­va una cuando menos: la tuya. No andes en el camino de la muerte, porque es ancho y muchos andan en él; más aún, por esta misma seña puedes conocerlo: ¿es ancho, muy frecuen­tado y de moda el camino por donde andas ahora? Entonces infaliblemente guía a la destrucción. ¡No te vayas a condenar por causa de malas compañías! ¡Deja de hacer el mal; huye del pecado como de una serpiente! Al menos, no hagas lo malo. “El que hace pecado es del diablo.” Que no se te encuentre en ese número. Respecto de pecados exteriores, ciertamente que aun ahora mismo te basta la gracia de Dios. En esto, al menos, procura tener siempre conciencia sin remordimiento acerca de Dios y acerca de los hombres.

En segundo lugar, no permitas que tu justicia sea menor que su justicia, respecto de las ordenanzas de Dios. Si por de­bilidad o por causa de tu trabajo, no puedes ayunar dos veces a la semana, a pesar de esto sé fiel a los intereses de tu alma y ayuna cuantas veces te lo permita tu salud. No te ausentes de la oración pública, ni pierdas la oportunidad de abrir tu corazón en oración a Dios en lo privado. No desprecies nun­ca la oportunidad de comer de ese pan y beber de ese vino que es la comunión del cuerpo y la sangre de Cristo. Sé dili­gente en el escudriñamiento de la Sagrada Escritura; lee lo que puedas y medita sobre ello de día y de noche. Regocíjate al aprovechar todas las oportunidades de escuchar “la pala­bra de la reconciliación,” declarada por los “embajadores de Cristo,” los mayordomos de los misterios de Dios. Regocíjate en el uso de todos los medios de gracia, en cumplir constante y atentamente con todas las ordenanzas de Dios. Vive confor­me (al menos, hasta que puedas pasar más allá) a “la justi­cia de los escribas y de los fariseos.”

En tercer lugar, no hagas menos bien que los fariseos. Da limosna de todo lo que tengas. ¿Tiene alguno hambre? Ali­méntale. ¿Tiene sed? Dale de beber. ¿Está desnudo? Vístele. Si tienes bienes terrenos, no limites tu beneficencia en una pequeña proporción. Sé misericordioso hasta más no poder. ¿Y por qué no aun como este fariseo? Hazte amigos, mien­tras que tienes tiempo, “de las riquezas de maldad,” para que cuando faltares, cuando este tu tabernáculo terrenal se disuelva, te reciban “en las moradas eternas.”

13.  Pero no te detengas aquí. Que tu justicia sea mayor que la de los escribas y de los fariseos. No te contentes con guardar toda la ley y ofender “en un solo punto.”

Afiánzate de todos sus mandamientos y aborrece todo camino de mentira. Haz todo lo que él manda y de todas tus fuerzas. Por medio de Cristo que te fortifica, podrás hacer todas las cosas, si bien sin El nada puedes hacer.

Sobre todo, haz que tu justicia en cuanto a su pureza y espiritualidad sea mayor que la de ellos. ¿Cuál es la forma más exacta de religión en tu opinión, la justicia más perfec­ta en lo exterior? ¡Elévate y profundízate más que todo esto! Sea tu religión la del corazón. Sé pobre en espíritu, peque­ño, bajo, despreciable y vil en tus propios ojos; sorprendido y humillado hasta el polvo al contemplar el amor de Dios que está en Jesucristo, tu Señor. Se serio. Que todo el tenor de tus pensamientos, palabras y obras sea producido por la firme con­vicción de que te encuentras al borde del gran golfo, tú y to­dos los hijos de los hombres, listos a caer, ya para la gloria eterna, ya en el fuego perdurable. Sé manso. Que se llene tu alma de dulzura, afabilidad, paciencia para con todos los hom­bres; al mismo tiempo que todo lo que en ti exista, esté se­diento de Dios, el Dios viviente, anhelando despertar según su semejanza y quedar en ello satisfecho. Ama a Dios y a todo el género humano. Haz y sufre todo con ese espíritu. De esta ma­nera, tu justicia será mayor que la de los escribas y serás lla­mado grande en el reino de los cielos.

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SERMON 25 - John Wesley 

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Matthew Henry